Cuando yo era niño el barrio era tu territorio. Traspasarlo era como cruzar una frontera. Para hacerlo tenías que subir a un autobús, el 7 o el 81, que te dejaban al otro lado del mundo.
A veces, en el colegio o en el instituto te mandaban leer La colmena o Cien años de soledad. Esos libros no estaban en la papelería de la esquina. Estaban en el centro. Había que ir a Maraguat o a Bello. Toda una aventura para aquellas tardes siempre frías del invierno. Algunos aprovechaban y se compraban también un Rotring, aquel tipo de rotulador que sustituyó a la plumilla con la que siempre nos manchábamos de tinta.
Otras veces tenías que comprar unos zapatos, pero en tu barrio no había ninguna zapatería. Entonces ibas con tu madre a Calzados Muro. Hace poco vi cerca de mi casa a un señor, ya muy mayor, que cruzaba a duras penas la avenida de Pérez Galdós. Me da pena decirlo, pero era un viejo decrépito. Ese señor era el encargado de Calzados Muro; desde mis ojos de niño un tipo alto y elegante que controlaba con toda eficacia aquella zapatería. En medio del tráfico de la ciudad mi mente conectó en un segundo ambas imágenes: la del encargado de Calzados Muro cuando él era joven y vestía con traje de chaqueta, y la de este otro encorvado y caduco que se detuvo, algo jadeante, a mi lado.
Estuve a punto de saludarle cuando sus ojos, claros y vidriosos, se cruzaron con los míos.
Pero enseguida vimos que se detenían los coches. Y ya todo volvió a la normalidad: el semáforo en verde para los peatones, las prisas por cruzar, el viento de poniente, el sonido de una ambulancia a lo lejos…